Los vestigios más antiguos de asentamientos en los Pirineus se remontan al neolítico, ya que el paleolítico ha dejado escasos restos concentrados sólo en los valles del Ter, el Fluvià y de Llierca. Los megalitos ya son presentes por casi todas las comarcas, evidenciando una población homogénea en aquella época prehistórica.
La iberización no fue tan profunda en los Pirineus como en el resto de Catalunya, dado el aislamiento geográfico de estas tierras montañosas e inaccesibles. En cualquier caso, el territorio estaba repartido entre varias tribus, como los ceretanos, bergistanos, ilergetes, castelanos o lacetanos, que crearon poblados que posteriormente evolucionarían en algunas de las poblaciones importantes del futuro. Del mismo modo, la influencia romana fue escasa en la mayor parte de los Pirineus. Se comienza a tener noticia de la preponderancia de villas como Besalú, Castellciutat (al lado de La Seu d’Urgell), Llívia, Solsona, Berga y especialmente Isona.
Visigóticos y árabes tampoco fueron capaces de dejar huella en esta región, que supo mantener sus raíces vasconas hasta bien entrado el primer milenio de nuestra era. De hecho, la vertebración del territorio se inicia en el siglo VIII, cuando el sector más oriental se libró a los francos para pasar a formar parte de la Marca Hispánica contra el avance musulmán.
En los Pirineus nacieron los primeros condados catalanes: Girona (que incluía la Garrotxa, que en siglo X se constituiría como condado de Besalú), Pallars i Ribagorça, Cerdanya y Urgell. Estos condados sufrieron numerosas vicisitudes durante toda la época feudal, con ampliaciones y reducciones de sus dominios, así como cambios de titularidades y alianzas. La evolución más compleja correspondió a las tierras más occidentales: la Ribagorça y el Pallars se separaron en dos condados en 920; en 1011, el condado de Pallars se subdividió en los condados de Pallars Sobirà y Pallars Jussà, que pasarían a la corona, respectivamente en 1488 y 1192. En cualquier caso, los condados tuvieron un papel fundamental en la repoblación de las tierras de la Catalunya Nueva, conquistada a los sarracenos. Una repoblación con un protagonismo especial para monasterios como los de Santa Maria de Ripoll o Sant Joan de les Abadesses.
En el siglo XIII, la aparición de las veguerías provocó un nuevo reordenamiento geográfico, con el mantenimiento de algunos vizcondados poseídos por familias poderosas, como el vizcondado de Cardona (parte del Solsonès) o el de Castellbò (Alt Urgell). Además de las acciones contra los sarracenos, los Pirineus, como el resto del país, tuvo que hacer frente a epidemias, terremotos y conflictos bélicos como las cruzadas contra los cátaros (siglo XII) y contra Pedro el Grande (1283-85) o más adelante las invasiones del conde de Armagnac (siglo XIV) y del conde de Foix (1396).
La primera guerra que afectó todo el territorio fue la guerra Civil de la Generalitat contra Juan II (1460-72), con la mayor parte del país a favor del bando catalán, con algunas excepciones en la figura de Francesc de Verntallat en Besalú, los vizcondes de Cardona o los de Castellbò. Esta división provocó muchos enfrentamientos y la destrucción de numerosas villas importantes como Berga, Bagà o Tremp entre otras. Durante el siglo siguiente, el Pirineo recibió los ataques de los hugonotes (1579-92), un fenómeno que se simultaneó con el bandolerismo, que había vivido sus primeros episodios con las acciones de Matxicot en el valle de Àger y que posteriormente protagonizarían personajes emblemáticos como Perot Rocaguinarda.
La guerra dels Segadors (1640-52) fue especialmente virulenta en los Pirineus, dada la proximidad de la frontera francesa, de donde provenían las tropas en auxilio a la corona. La invasión francesa fue poderosa y dejó tras de sí la devastación, así como el movimiento guerrillero conocido como los miquelets, todavía activo durante unos cuantos años. Otra grave consecuencia de ese conflicto fue el Tratado de los Pirineos (1659), que otorgó la mayor parte del territorio de la Cerdanya —hasta entonces catalán— a Francia.
Las invasiones y ocupaciones francesas en la zona pirenaica se sucedieron constantemente a lo largo de los siglos XVII y XVIII, a partir de motivaciones diversas como la guerra de Sucesión (1704-14) o la guerra del Rosellón (1793-95), o incluso sin justificación alguna como la invasión del Alt Urgell por parte de las tropas del Duque de Noailles (1691). Estos conflictos culminaron con la guerra del Francés (1808-14), que provocó nuevas ocupaciones de los ejércitos napoleónicos y multitud de víctimas y destrucción.
Aquel fue un mal inicio para un siglo convulso, que acabaría con una etapa de relativa prosperidad. Las luchas civiles, la ocupación de Puigcerdà por los Cien Mil Hijos de San Luis (1823) y las guerras carlinas no dieron tregua a una población pirenaica que veía cómo la industrialización pasaba de largo de sus comarcas, con escasas excepciones en Olot, Ripoll o Berga. Los avances tecnológicos y las comunicaciones también tardaron en llegar, sobre todo en las zonas más aisladas del Pallars y la Alta Ribagorça, donde lo harían ya entrado el siglo XX de la mano de las compañías hidroeléctricas y los pantanos.
La Guerra Civil de 1936-39 acabó de hundir la precaria economía de los Pirineus, que a lo largo del siglo XX vio cómo las olas migratorias hacia las ciudades despoblaban valles enteros. La tendencia no llegó a revertirse hasta finales de siglo, con el nacimiento del turismo de montaña, que ha conseguido frenar la pérdida de habitantes.