Los vestigios de los pobladores más antiguos de la Costa Daurada se remontan al paleolítico, y crecen en número e importancia a medida que avanzan las épocas. El neolítico ya registra algún yacimiento de cierta importancia, sobre todo en la Conca de Barberà, donde se encuentran la cueva de la Font Major (L’Espluga de Francolí) y las pinturas rupestres de Rojals; y en el Baix Penedès, con los megalitos del Montmell. También la Edad del Bronce dispone de numerosos ejemplos en toda la región.
En cualquier caso, es a partir de la época ibérica cuando los yacimientos proliferan. La tribu de los cosetanos habitó estas tierras a partir del siglo VI a.C., estableciéndose en asentamientos ubicados mayoritariamente en cerros y colinas. Destacan la ciudadela de las Toixoneres (Calafell) y el poblado que se fundó en la actual ciudad de Tarragona.
La romanización es, sin duda, un hecho capital en la Costa Daurada, que obtuvo una posición central en la península Ibérica y un papel en el mundo de la época gracias a los romanos. Y todo gracias a Publio Cornelio Escipión, quien en el marco de la Primera Guerra Púnica el año 217 a.C. estableció su campamento en el poblado ibérico que ocupaba la colina de Tarragona como base de operaciones para frenar el avance por la península del cartaginés Aníbal. Aquel campamento militar creció hasta convertirse en la importante ciudad de Tarraco, capital de la Hispania Tarraconensis y puerto marítimo con vía comercial directa con Roma.
La capitalidad de Tarraco contribuyó a crear a su alrededor —Camp de Tarragona— una extensa área de intensa población romana. Más allá de las murallas se extendían los suburbios de la ciudad, a su alrededor había prósperas villas (Centcelles en Constantí, Els Munts en Altafulla, veinticinco en Vila-rodona) o monumentos (Arc de Berà, Torre dels Escipions, Columbari de Vila-rodona), así como famosas vías de comunicación (Vía Augusta, Vía Aurelia...).
La importancia de Tarragona se mantuvo durante la cristianización del territorio, razón por la que el obispo de la ciudad tenía poder sobre toda la península. Estos fueron, sin embargo, siglos difíciles a causa del declive económico romano y de los cada vez más habituales y lacerantes ataques germánicos. Los pueblos bárbaros fueron destruyendo desde el siglo III numerosas villas rurales y también los suburbios de Tarraco, obligando a sus habitantes a concentrarse en villas mayores (los futuros pueblos) o a recluirse en el interior de las murallas de la Part Alta de la ciudad.
Los musulmanes llegaron a la Costa Daurada el año 716 para quedarse, aunque dejaron escasos vestigios. Tarragona estuvo situado durante muchos años en los límites septentrionales del territorio árabe, en una especie de tierra de nadie muy influida por los reinos de Siurana —que poseía la comarca del Priorat— y de Lleida —que poseía la comarca de la Conca de Barberà.
La conquista cristiana fue lenta y compleja, culminada en varias fases desde el siglo X, cuando los condes de Barcelona ya controlaban algunas áreas del Baix Penedès y del Tarragonès. De hecho, durante los siglos X y XI, la frontera entre cristianos y sarracenos estaba marcada por una importante línea de castillos en la ribera del río Gaià. Hasta el siglo XII (1129), los condes de Barcelona no pudieron tomar definitivamente la ciudad y el Camp de Tarragona, y la repoblación no pudo empezar hasta la caída de los bastiones sarracenos de Tortosa (1149) y sobre todo de Siurana (1153) a manos de Ramon Berenguer IV.
El territorio quedó dividido entre numerosos caballeros destacados y órdenes religiosas. Así, se consolidaron potentes sagas como la baronía de Entença (posteriormente condes de Prades), ampliaron enormemente sus posesiones los obispos de Tarragona y Tortosa, las órdenes del Temple (Barberà de la Conca), de la Cartuja (priorato de Escaladei), del Cister (monasterios de Poblet y Santes Creus) y fueron ciudades importantes poblaciones como Montblanc, Valls o Alcover.
También fueron creadas instituciones de gobierno, como las veguerías de Montblanc y Tarragona, u otras más peculiares entre las que destaca la Comuna del Camp, una especie de consejo que aglutinaba a todos los pueblos del Camp de Tarragona y que tuvo una vida muy activa hasta su disolución por los Decretos de Nueva Planta de 1716.
Los siglos XIII y XIV fueron de relativa prosperidad económica, a pesar de las epidemias y algunas malas cosechas. Es la época de crecimiento espectacular de Montblanc y Poblet, que realizan grandes obras de fortificación de sus recintos. Montblanc llegó a ser la octava ciudad de Catalunya y fue escogida por reyes sucesivos para celebrar hasta cinco Cortes Generales catalanas entre 1307 y 1414.
La guerra civil de la Generalitat contra Juan II (1460-72) fue dura para la población sobre todo por la obligación de mantener a los soldados. Los principales combates se desarrollaron en poblaciones principales como Montblanc y Tarragona, así como en los castillos que opusieron una resistencia firme, como Sarral, El Catllar o Tamarit. La decadencia siguió a aquel conflicto en forma de epidemias, ataques corsarios a las costas y bandoleros en los caminos.
El siguiente episodio histórico relevante para la región fue la guerra dels Segadors (1640-52). La Costa Daurada se posicionó a favor de la Generalitat y la Comuna del Camp intentó frenar el avance de las tropas castellanas en el Coll de Balaguer, paso natural al Camp de Tarragona. Cuando el ejército enemigo los superó, cayó sobre las poblaciones como un azote, arrasando Cambrils y tomando Salou y Vila-seca. Tarragona se rindió y, con ella, el resto de poblaciones del Camp. Las tropas de Felipe IV saquearon numerosos pueblos abandonados en su camino hacia el norte por el Tarragonès y el Baix Penedès. Además, una vez derrotadas en la batalla de Montjuïc (Barcelona), la Costa Daurada volvió a ser objeto de saqueos y destrucción. Mientras tanto, Poblet y Montblanc fueron tomadas como plazas fuertes por uno y otro bando, que sembraron la destrucción por toda la Conca de Barberà.
Nuevas epidemias y conflictos dieron paso a otro conflicto bélico, la guerra de Sucesión de principios del siglo XVIII. La Comuna del Camp se implicó con fuerza a favor del pretendiente Carlos y, una vez confirmada la derrota, esta institución fue disuelta. La resistencia duró más allá incluso de acabada la guerra, con la participación de los guerrilleros conocidos como carrasclets.
Aquellas penurias dieron paso a una época de transformaciones demográficas y económicas muy positivas. La prosperidad llegó de la mano del cultivo de la viña y de la libertad de comercio con las colonias americanas a través de los puertos de la costa, especialmente de vino y aguardiente. Una época de prosperidad que terminó de repente a causa del bloqueo británico al comercio marítimo.
Así se entró en un siglo XIX lleno de convulsiones políticas. La primera, la guerra de la Independencia contra las tropas napoleónicas que invadieron el país, sembrando la destrucción a su paso por Tarragona, Montblanc o Valls. Los pronunciamientos ochocentistas, la pugna entre absolutistas y liberales, las desamortizaciones que llevaron al abandono y saqueo de Poblet no dieron tregua y desembocaron en las guerras carlinas, intensas en toda la Costa Daurada. El siglo terminó todavía peor de como había empezado, con la llegada de la plaga de la filoxera a los viñedos de la región, que provocó un enorme derrumbe económico.
La lucha contra la filoxera y el marco político de la época contribuyeron al nacimiento del movimiento cooperativista que tuvo lugar en Valls en 1887. El activismo sindical de los campesinos creció a principios del siglo XX. Un siglo marcado por la Guerra Civil de 1936-39, que provocó muchas desgracias en la Costa Daurada, entre ellas los sangrientos hechos de mayo de 1937 y una durísima represión después de la victoria franquista de 1939.
El resurgimiento económico llegó de la mano de la industria y el crecimiento turístico a partir de la década de 1960, que situaron a la Costa Daurada en el punto de partida de lo que es actualmente, con la capitalidad de una ciudad de Tarragona que ha recuperado el orgullo tras ser declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO por su patrimonio romano.